Portada del sitio > Las bombas de ida y vuelta
Por Jaime Riera
Blair liquidó el socialismo británico erigiéndose en paladín de los norteamericanos. Nadie pone en la misma balanza a los asesinados por las bombas occidentales y a las víctimas de los atentados de presuntos islamistas.
Los últimos atentados en Londres no han hecho sino poner en evidencia que la guerra continúa. La guerra no declarada iniciada por Occidente con la invasión de Irak en 2001. El Señor de la Guerra europeo se llama Tony Blair, un político aún más desenfadado y cínico de lo normal que, tras el trabajo sucio llevado a cabo por los conservadores bajo los gobiernos de Margaret Thatcher, procedió a liquidar definitivamente el socialismo británico erigiéndose en paladín de los intereses norteamericanos en el viejo continente y por proyección en el mundo entero. Todo esto debería ser asunto resabido y de hecho Blair recibió en las urnas un castigo ejemplar en las últimas elecciones.
Lo que no se entiende muy bien es por qué cada vez que un episodio de esta guerra explota, por así decirlo, la mayoría de los medios de comunicación y de los políticos occidentales reniegan de la capacidad de análisis y se dejan arrastrar a un sensacionalismo y una retórica identitaria que recuerdan más bien los métodos propagandísticos de las dictaduras fascistas del siglo pasado. Desde el Papa, quien declara que esto ha sido un ataque contra la cristiandad, hasta los gobernantes, que en la cumbre del G-8 advierten que los atentados no cambiarán su sistema de vida, pasando por los líderes y opinion makers que no atinan a razonar libremente fuera del esquema de la conspiración terrorista mundial, la respuesta política occidental a la creciente tensión que sobrecalienta el escenario internacional no aparece en rigor como una respuesta y muchas veces asume visos de rabieta irracional.
Las ampliamente demostradas mentiras de Blair, para justificar su irrestricto apoyo a Bush y a su política de agresión indiscriminada a países indefensos, tienen también como objetivo ocultar las criminales consecuencias de sus actos. Las más de cien mil víctimas civiles de la prolongada agresión angloamericana en el Medio Oriente no merecen, en efecto, más que delgadas notas de crónica en los medios europeos, con la excepción de diarios de izquierda, como “The Guardian” o “Il Manifesto”, que no han cesado en su denuncia de los despropósitos del blairismo. Nadie pone en la misma balanza a las decenas de miles de niños, mujeres y ancianos asesinados por las bombas occidentales en el curso de los últimos quince años junto a las víctimas, tan inocentes como aquellos, de los terribles atentados llevados a cabo por presuntas organizaciones islamistas. Todavía no sabemos nada de la matanza de Falluya. Dos pesos y dos medidas que demuestran la falacia de un cierto modo de entender el “universalismo” occidental.
Así como gran parte de la población del complejo y variado mundo árabe ha estado sometida a gobernantes corruptos y antidemocráticos, que a menudo cubren y financian a los grupos armados que reivindican un papel de vengadores, los ciudadanos de los países occidentales se encuentran a merced de gobernantes como Blair, que mienten sistemáticamente y desprecian la voluntad de sus propios súbditos. La autocrítica democrática para ellos no existe, lo único que importa es perpetuarse en el poder. Mientras se recogían los restos de las víctimas de Londres, a pocos kilómetros de allí seguían reunidas las esfinges del llamado G-8, el más que nunca retórico e inútil directorio mundial que funciona como pantalla de los centros de poder que llevan adelante la “guerra infinita”.
Y mientras el “sistema de vida” de los países invadidos y asolados ha tenido que cambiar radicalmente, claro está, porque nadie sabe hoy si mañana le caerá una bomba en la cabeza, la manera de vivir de los occidentales no ha sufrido todavía la más mínima transformación: los ricos se van de vacaciones, los pobres siguen trabajando, la publicidad ilustra el mejor de los mundos posibles y una vez disuelta la impresión de los últimos atentados las páginas de los periódicos vuelven a sus pasiones estivales y a la celebración del consumismo más desenfrenado. En la realidad, si no se interviene con un cambio radical en la interpretación del conflicto -que muchos ven aún como un “choque de civilizaciones” - seguirán yendo y viniendo las bombas de uno y otro lado y seguirán cayendo víctimas inocentes en todas partes. Quienes fueron testigos o protagonistas de otras guerras nos han transmitido esta sensación de pasividad y de impotencia que a menudo invade las sociedades envueltas en conflictos bélicos, como si nada pudiera hacerse contra las políticas criminales de gobiernos que, el colmo de la paradoja, actúan en nombre de la democracia.
Democracias sociales que en muchos casos no merecen tales gobernantes. La sociedad multicultural británica, por ejemplo, posee por sí misma instrumentos para oponerse al esquema simplificador del conflicto medio oriental y a la manipulación política gubernamental y podría obligar a sus líderes a cambiar orientación respecto de la guerra preventiva. Del mismo modo como en España la manipulación informativa sobre el atentado de Madrid le costó a Aznar el poder, ésta podría ser la oportunidad de la sociedad británica -que ha dado incontables muestras de oposición a la guerra en Irak- para hacer escuchar su voz de manera determinante.