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La guerra de los mundos

Publie le Lunes 18 de julio de 2005 par Open-Publishing

Si alguien en el futuro quiere saber cuál era la atmósfera que se respiraba en el mundo a comienzos del siglo XXI, yo le recomendaría que viera La guerra de los mundos, la versión de Steven Spielberg del clásico de la literatura de ciencia ficción de H. G. Wells.


Por William Ospina

Y me arriesgo a decir "en el mundo", porque si bien la principal paranoia se vive en Estados Unidos, donde cada tantos días hay que desalojar la Casa Blanca o el Capitolio por falsas alarmas, y en Europa, donde se suceden los atentados a los trenes de España o al metro de Londres, y donde se hacen cábalas acerca de en qué lugar de Roma ocurrirá el siguiente episodio de la muerte y la brújula, Afganistán e Iraq viven esos sobresaltos cotidianamente, a una escala harto más dramática, y muchos otros países se van incorporando al reino del terror.

La novela de Wells tiene que haber atrapado un secreto profundo de la época, porque ha ido puntuando la historia con eficacia durante más de un siglo. Aparecida a fines del XIX, bajo el auge del colonialismo británico, se apoderó de la imaginación de los lectores y fue uno de los más firmes precedentes del clima mental y sensorial de la narrativa de ciencia ficción que llenó todo el siglo siguiente. El francés Julio Verne, cuyo centenario se celebra este año, no alcanzó jamás ese clima de zozobra cósmica, esa pesadumbre de una humanidad inerme enfrentada a un peligro vastísimo; y sus amenas obras de imaginación tienen más el espíritu de la vieja literatura de viajes, son relatos de aventuras para adolescentes que no afectan el sueño. Wells era un lector más hondo de la historia: no en vano fue un socialista fantástico que escribía al mismo tiempo ficciones científicas y ensayos sobre política contemporánea, y que alcanzó a vislumbrar las tendencias más siniestras de la sociedad industrial.

En 1938, ya bajo el clima bélico de la guerra inminente, una dramatización radial de La guerra de los mundos, hecha por Orson Welles produjo un célebre episodio de pánico colectivo en los Estados Unidos, porque los radioyentes tardíos creyeron que de verdad el mundo estaba siendo víctima de un desembarco extraterrestre. El 1949 en Quito una reviviscencia de aquella aventura radial provocó también terror, y al parecer el castigo de los programadores, porque el público engañado asaltó la emisora y linchó a seis personas. Y todavía en 1958 Lisboa vivió a su turno el efecto de la fantasía de Wells multiplicada por los medios de comunicación.

Spielberg ha dejado que en su versión de 2005 la obra se cargue con el clima mental que posee al mundo después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Algunos episodios, como la fuga de las multitudes hacia la cámara huyendo de un fondo de destrucción desmesurada recuerdan demasiado la fuga pánica de los neoyorquinos ante las torres que se derrumbaban, y de allí procede también la escena en que Tom Cruise, de regreso a su casa después de haber visto el primer ataque, todavía mudo de espanto, se sacude el polvo de las demoliciones.

Lo triste es que el terror que viven los norteamericanos como un clima de amenaza, lo viven los iraquíes y los afganos como una realidad cotidiana. No es en Boston ni en Chicago donde las gentes huyen bajo los rayos que destruyen edificios y viaductos, sino en Bagdad y en Tikrit; no era en Nueva York donde las hordas de fugitivos a pie podían ser un peligro para el coche en que huye una familia, sino en Faluya, cuando las tropas de exterminio provocaron la estampida de los pobladores. Pero los norteamericanos no ignoran que esas cosas pueden terminar ocurriendo en su propio patio, y vivirán con terror esas escenas iniciales y magistrales en las que un rayo inexplicable cae sin cesar sobre el mismo punto de una ciudad, y el viento en vez de huir se mueve de un modo inquietante hacia el ojo de la tormenta.

LO TRISTE ES QUE EL TERROR QUE VIVEN LOS NORTEAMERICANOS COMO UN CLIMA DE AMENAZA, LO VIVEN LOS IRAQUÍES Y LOS AFGANOS COMO UNA REALIDAD COTIDIANA.

La tensión es tan intensa, el terror tan irracional y el misterio de la amenaza tan poderoso, que uno casi no tiene tiempo ni disposición para preguntarse si los protagonistas actúan bien o si el libreto es verosímil. La película de Spielberg le habla directamente a la sinrazón, a la conciencia reptil, y nos mantiene sembrados en la silla como niños ante un cuento, con la atención de la cobra ante la flauta. Sólo después descubrimos que la subordinación de la historia a los prejuicios del público norteamericano la ha cargado de elementos triviales e inverosímiles: los autos varados están demasiado bien dispuestos por las avenidas para que pueda pasar el único automóvil que funciona: el que lleva en fuga a los protagonistas. El avión no sólo cae precisamente sobre el lugar donde éstos pasan la noche, sino que destruye todo menos el carro en que deben huir. El barco naufraga pero al parecer sólo los tres miembros de la familia sobreviven a sus remolinos. Y sólo Tom Cruise merece el privilegio de entrar a las entrañas mismas del monstruo hematófago, dejarle una ofrenda explosiva, y volver a los brazos de ricitos de oro.

Y sin embargo uno se siente capaz de perdonar todo eso, sólo porque es apenas el hilo trivial que le permite a Spielberg construir lo verdaderamente importante: la secuencia de un ataque inexplicable de seres todopoderosos que vienen a destruir y aniquilar. Caen templos y edificios, torres y puentes, vuelan en polvo los humanos, se revientan las autorrutas, se desploman las naves enormes, huye el hormiguero urbano, fracasan los tanques, las flotillas aéreas, retroceden en llamas los camperos y los regimientos. La gigantesca y eficaz producción de una gran derrota se impone, y los seres humanos se ven devueltos, como en las obras de Kafka, a la conciencia de su pequeñez, de su fragilidad, ante fuerzas desconocidas.

Si Tom Cruise no hace más que correr, más vale agradecérselo. Otro director gringo se habría sentido en la obligación de hacer de él, no al aterrado Ray Ferrier, sino a un superhéroe, y con el horrible Schwarzenegger en primer plano la película habría sido un tósigo indigerible. Si el anodino hijo de Ray se salva al final de modo inexplicado e inexplicable, es algo que podemos olvidar. El personaje más maduro de la película es la pequeña Rachel, representada por Dakota Fanning, que no tiene ya los ojos inmensos y azules de sus 7 años, y de quien bastante se hablará en el futuro.

Pese a las incomodidades del libreto y del casting, pocas películas pueden mantenerlo a uno así en vilo, entre el terror y la fascinación. Y por momentos, sólo por momentos, ante las colinas incendiadas por donde avanzan los trípodes apocalípticos, o ante los vastos campos de sangre, uno siente que Spielberg estuvo a punto de ser el Hitchcock de Los pájaros, o el Ridley Scott de Blade Runner. Ojalá ese clima de terror lograra trasmitir la principal reflexión que movió a Wells a escribir la novela, pensando en la violencia de los marcianos de su ficción: "Antes de juzgarlos con excesiva severidad debemos recordar que nuestra propia especie ha destruido completa y bárbaramente no tan sólo a especies animales, como el bisonte y el dodo, sino razas humanas [consideradas] culturalmente inferiores. Los tasmanienses, a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en una guerra exterminadora de cincuenta años, que emprendieron los inmigrantes europeos. ¿Somos tan grandes apóstoles de la misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?".

SPIELBERG HA DEJADO QUE EN SU VERSIÓN DE 2005 LA OBRA SE CARGUE CON EL CLIMA MENTAL QUE POSEE EL MUNDO DESPUÉS DE LOS ATENTADOS DEL 11-S.